1970

El 8 de junio los tres comandantes de las fuerzas armadas anunciaron la deposición del general Onganía, que algunos días después fue reemplazado por el general Levingstone. La guerrilla se hacía fuerte. Un grupo extremista asaltó en el mismo mes la localidad Cordobesa de la Calera. Todo se volvío una espera angustiosa, rematada por el secuestro del teniente general Pedro Eugenio Aramburu. Pocos días después, se encontró su cadáver; parece que había sido sometido a un juicio precario.

La Argentina cambiaba de cara. Los ecos del congreso eucarístico universal del año 1934 se diluían en sangre. Ya no hay paz. El miedo comienza a jugar en el tiempo de las desilusiones. Los diques de contención desaparecen, barridos por una avalancha de corrupción. Se derrumba un edificio de quince pisos en la avenida Montes de Oca; y esa estructura, mal hecha, con malos materiales, arrastra otra obra en construcción. La muerte se convierte en una presencia permanente: guerrillas, coima, malestar social, abusos, abandono.

A fines de julio un grupo terrorista ocupa Garín, en la provincia de Buenos Aires; y José Alonso –ex-secretario de la CGT– es asesinado en la calle. ¡No fue un año fácil 1970!

Ese departamento comprado tocando el cielo, como un barco inmóvil en el mar de una historia sin piedad, fue el producto de una intuición genial, y la prueba evidente de la necesidad de escapar. Detrás de ese departamento perdido en las alturas, se expresaba mi deseo inconsciente de la búsqueda de otros horizontes menos dolorosos.

Ese año murió de Gaulle, y en Chile ganó las elecciones libres Salvador Allende. Pero todo eso no era demasiado importante para nosotros. Importantes eran los atardeceres, el regreso a casa, la música, los juegos, los libros. Entonces comencé a vivir el odio al colegio a través de mis hijos. Me costaba mucho verlos partir, admitir que el tiempo pasaba, que Alejandro estaba en tercer año de bachillerato y que se hacía fuerte y poderoso. En ese año ganó un premio en biología por un trabajo de seguimiento en el crecimiento de las sanguijuelas, que presentó con esmero. Las había atrapado en las vías del tren y las puso en acuarios separados naturalmente, sin agua, con piedrecillas. En uno, estaban las sanguijuelas sometidas a un tratamiento alimenticio especial, y en el otro las sanguijuelas que comían lo usual. Es decir, unas estaban sometidas a la variable experimental «cambio de alimentación» mientras las otras quedaban como punto referencial de comparación. Cuando las trajo a casa las marcó una a una, en la cola, con barniz rojo de uñas. Yo sentía ya en él al hombre, al investigador, curioso de descubrir la vida, y verdades más allá de lo habitual y lo consensual. Leía mucho; la realidad social lo inquietaba; no podía ni quería abstenerse de leer todo lo que caía entre sus manos.

Marina también leía mucho; pero también dibujaba. Había creado un personaje que se llamaba «Lorenti». Este tenía la nariz respingada y una trenza larga y rubia. Una gran parte de su socialización se expresaba en las historias de Lorenti; y también se proyectaba en ella su gracioso psiquismo de pre-adolescente. Era una niña bellísima, dulce y sin tristeza. A Alejandro en cambio lo devoraban cuestiones esenciales sobre la razón de la vida, el sentido, la finalidad. Para él siempre hubo, desde pequeño, dos mundos; no el de los buenos y el de los malos, sino el de los bravos y el de los otros. ¡Cuánta justeza hay en esa división! Porque los bravos son los que ganan las batallas, los que imponen las ideas, y sobre todo, los que tienen el coraje y la voluntad para sobrevivir.

Con Agustín, ¡la tentación de hacer como el rey del poema de Garcilaso, que encerró al príncipe su hijo, en una torre –en su caso, para que no conociera el amor; en el mío para que no conociera el sufrimiento– era una tentación enorme! Porque ese pequeño –no más de 9 años– poseía la virtud del silencio y a veces yo pensaba que tal vez fuera demasiado silencio. Y el corazón se me estrujaba pensando que no pudiera ser de los bravos sino de los otros. No sé por qué hacemos hijos. No reniego de haberlos hecho, pero ¿por qué no pensamos antes y soñamos después?

Ana tenía 7 años. Autosuficiente. Tan linda como mi fantasía de madre la hubiera podido imaginar. Los ojazos oscuros y brillantes; toda presencia; entendiéndolo todo. Tenía su cuenta en la panadería y su cuenta en la juguetería, que era también librería. Se eclipsaba volviendo con copos de dulce de leche, y con gomas de borrar con olor a caramelo. Lo controlaba todo. Era reacia al agua; el baño no le convenía, ni tampoco que le desenredaran el pelo. Una noche, en el auto, mientras Santiago manejaba yo la tenía entre mis brazos como a un bebé –ella, abandonada, justo en la edad en que yo la deseaba– y de pronto, de ese cuerpecito inteligente y tierno salió la pregunta: «¿Mamá, cuando te mueras a quién le vas a dejar tus alhajas?»

Hacia finales de septiembre partí hacia la provincia de Santiago del Estero: Trabajo de campo y cárcel. Pasión de descubrir y dolor de ausencia. Tal vez ese trabajo me haya hecho soñar con otro mundo; un mundo con menos obstáculos, en el cual se pudieran hacer muchas cosas por mucha gente. Pero para hacer algo por muchos es necesario, en cierto sentido, dejar de hacer mucho por pocos; el corazón tiene que abrirse, la maternidad carnal debe ceder paso a la simbólica. Siempre prendida de los ojos y de las necesidades de mis hijos, viviendo de urgencias de mujer joven, no había tenido ni el tiempo ni la oportunidad de confrontación con la realidad de que los pobres de la Tierra existían. ¡Los pobres de la Tierra! No eran tan buenos como la literatura sociológica y reaccionaria pretende mostrarlos; no eran ni buenos, ni inocentes. Eran como todos nosotros, sólo que la manipulación en ellos era más infantil, más visible y el objetivo era tener ventajas. Recuerdo al paisano que dirigía la cooperativa. Era alguien como los otros –aunque más avispado, naturalmente– con quien sostuvimos diálogos tensos puesto que siempre trataba de sacar ventajas personales de su condición de dirigente. Entonces me atacaba una rabia fuerte, y me volvía más comunista que Marx, puesto que éste establece una jerarquización y una recompensa según el grado de capacidad y de trabajo condensado. En esa situación de miseria extrema, ese tipo se me parecía a uno de esos parásitos de la burocracia que se meten en la cohorte de los intendentes y gobernadores, con el aire fruncido y respetuoso durante el tiempo que dura la función del gobernador o del intendente. La historia me repugnaba, y me repugna todavía. Y si hubiera visto una actitud de ese tipo en alguno de mis hijos, lo hubiera despreciado, tanto como me hubiera despreciado a mí misma en tal situación. No es cuestión de orgullo sino de dignidad. En general, y es mi experiencia, esos parásitos en grupa de caballo, no tienen el menor sentido de la reivindicación social.

Pero nada de esto quita la experiencia romántica de la contemplación de circunstancias difíciles y la búsqueda de soluciones. Me di cuenta de que si quería amar a los pobres de la tierra tenía que verlos como conjunto y no como individualidades.

Eran los pueblecitos –Tinco y Río Hondo– enclavados en las orillas del río Dulce en Santiago del Estero, la provincia había sido en la época de la colonia el jardín de la República. Después empezaron a talar árboles y el equilibrio ecológico de la región se vino abajo. Las lluvias se hicieron torrenciales e inundaban las tierras adyacentes al río Dulce durante las primaveras. El mismo río, se convertía en un hilito frágil y desvalido en los veranos tórridos de esa provincia norteña, en donde el sol es tan fuerte que mata los alacranes, y las víboras pierden la piel cruzando los caminos.

Llegue a una estación de campo –ni orgullosa, ni distendida, ni miserable– que parecía ser el fin de un recorrido hacia la tierra de nadie. ¡La degradación de la tierra era espantosa! Era un polvo ligero y blanco con el cual el más mínimo viento creaba remolinos fantasmagóricos tan intensos que parecían bruma. Las capas freáticas profundas de la tierra habían subido, salinizándolo todo. «Agua y Energía» trabajaba para recuperar la tierra; así mismo el gobierno provincial trataba de encontrar una solución para colonizar y lograr que ese pequeña población hambrienta se volviera sedentaria.

Yo había comprendido, teóricamente, la situación de esa región antes de conocerla. Pero al encontrarme con la realidad y las historias de vida todo resultaba diferente. Habían construido, a ciertos kilómetros de distancia, dos pequeños pueblos, que se llamarían también Tinco y Río Hondo, con el fin de desalojar a los pobladores de esas villas, engarzadas en las orillas del caudaloso o seco río Dulce.

El tiempo pasaba y la gente no quería moverse. Tal vez, pensé en un principio, porque debían dejar sus chozas de barro y paja fresca –naturalmente infectadas de vinchuca– por esas otras casitas de fibra y cemento, nada adecuadas para los cincuenta grados de los tórridos veranos. En fin, había que motivarlos para que partieran; y en esa situación apareció la intuición genial, viniendo de las tripas del dolor humano, al ver los rostros exangües y los niñitos con los vientres hinchados. Los que trabajábamos juntos nos escuchábamos decir de pronto: «¡Pueden llevarse a sus muertos!» La movilización fue inmediata. A tres kilómetros de los pueblos construidos se improviso un cementerio con postes y alambres de púa. En ese momento los vi como una totalidad; porque como podían –en carretas destartaladas, tiradas por viejos y flacos caballos, o a mano– todos constituían una caravana de seres vivos que acompañaban a sus muertos a descansar en un lugar más calmo; sin que fueran desenterrados por las aguas del río. La historia es mucho más larga, pero yo me paro ahí porque la estoy mirando desde la madurez.

Volví de Santiago del Estero, dos días antes de lo previsto, en un tren carreta, cargada de ponchos, sombreros y tambores de regalos para los niños. El departamento de Olivos y el departamento de Miramar, eran sin duda para mí cofres de tesoros guardados por cóndores. En la alta montaña, allá en los Andes, donde moran los cóndores y las águilas reales, hace tanto frío y los picos son tan altos que no hay lugar ni para la subversión, ni para las luchas sindicales, ni para los asesinatos. Allá, alto muy alto, los cóndores tienen las casas limpias, y sólo bajan para alimentarse en los valles –tierra baja donde se pudre la carroña.

Cuando llegué a casa todos dormían, la casa estaba desordenada. Tuve la impresión de haber hecho un largo viaje hacia el paraíso frustrado e injustificado. Sólo, mucho tiempo después llegaría a comprender la misteriosa mutación que se opera en el hombre cuando este pasa de niño a adolescente. Si los padres no cambiamos al tiempo que los hijos, nos quedamos rezagados, como si nos dejaran en una estación polvorienta del camino, con techos de lata cayéndose y canillas sin agua; en donde hay gotas espaciadas que tumban en una tierra que deja de ser fecundable, en donde sólo hay piedra, páramo y vejez. La vejez es quedarse en un tiempo que no existe, queriendo contener ríos de montañas con puentes construidos con fósforos de madera.

Yo no me quedé; salí al juego, al cambio, al canto, a la risa, y sintiendo los perfumes de los jazmines en diciembre, me enamoraba del amor como una adolescente. Recuerdo una vez, en un congreso en la provincia de Corrientes, en un barco sobre el Paraná, un juez de Mendoza me escribió un poema de amor. Yo no sé si lo amé. ¿Puede uno amar un sueño, un instante? Era un alma provinciana aristocrática, y digo un «alma» porque entre nosotros sólo hubo jazmines y vino blanco y noches tibias en Ipacaraí. Muchos siglos después llegaría a poder expresar lo inexpresable, y a contestar a esa pregunta que siempre se había quedado rezagada en el tiempo.

Dejemos de lado toda concepción sobre monogamia-poligamia. Sentémonos tranquilamente sobre las costa de un lago azul, a contemplar sin prejuicios: Siempre hay relaciones privilegiadas –pasajeras o permanentes– que sin ser relaciones de pareja genital, resultan ser momentos de percepción y de complementación en todos los niveles de lo imaginable. En este sentido, el hombre que me escribe un poema –en el cual pasando por la vereda de mi casa me ve como una castellana sin osar ni siquiera desearme– habita un modelo en mí, de sueño romántico, que no debo ahogar porque sería un suicidio. Alguien danza conmigo, me acuerdo a su ritmo, hay un alma de danza en la cual nos integramos sin por eso copular genitalmente, digo. Y más tarde, desde la pantalla de un cine, los ojos de un hombre prefecto me permiten recrear los míos, en ese juego de roles en el cual puedo incluirme como protagonista, desde el momento en que soy testigo y vivo y sueño.

¿Acaso debo negar cuánto amé al príncipe Antonio Giussepe de Lampedussa, encarnado por Burt Lancaster en El gato pardo? Y otros, muchos otros en el tiempo. Aquél que sonrió a mis hijos teniendo un niño entre los brazos: ¡Padres cómplices! En todo caso, amores sin pecado, porque más allá de todos los amores, y tal vez por la necesidad de continuar la especie, el compañero privilegiado, es el sexuado, el padre de los hijos. Sería absurdo, inaceptable, pensar en el amor como una cantidad de instantes mágicos en los cuales la vida se expresa como el eros absoluto, para llenar de dicha sin por ello implicar la concupiscencia. Yo era la primera, ya en esos tiempos, en defender la monogamia. Pero tal vez la monogamia sea un único amor, vivido con los ojos abiertos hasta el punto de comprender sus calidades y sus insuficiencias.

***

Sobre Perón, Testigo presencial

Es muy difícil pensar en español cuando se trata de los sentimientos. Es como balbucear en la lengua materna. Es mucho más fácil hacerlo en francés. Con mi lengua nativa hay una barrera afectiva que distorsiona las imágenes. El idioma maternal me perturba, se vuelve impúdico. ¡Sensación de dar a conocer un secreto profesional! ¿Conflicto deontológico? No sé, en todo caso, costumbre de guardar secretos, hasta dudar de la autenticidad de lo que digo.

Buenos Aires, agosto de 1973. Próximas elecciones en las cuales debía ganar el peronismo, después del largo exilio de Perón en Puerta de Hierro, España donde Franco aceptó asilarlo luego de la revolución libertadora del 16 de septiembre de 1955.

El encuadre socio-político es muy importante en este caso para comprender el sentido de los estamentos grupos enquistados en las diferentes clases sociales. La gente que esperaba a Perón no era la misma que lo llevó al poder en 1947. Perón es un fenómeno que va a determinar una nueva organización social e ideológica.

Joven teniente de mucho porvenir, viajó a Italia y a Alemania, impregnándose del Nacional socialismo y adquiriendo modelos que llevó a la Argentina y que comenzó a expresar durante el tiempo en el cual fue ministro de Trabajo. Fenómeno extraño porque si bien Hitler se había apoyado en las clases medias, beneficiándolas económicamente y reforzando su función social, Perón se apoyó en la clase obrera; creando un movimiento atípico; un movimiento obrero de derecha, casi extrema.

Las bases ideológicas eran las mismas del Nacional socialismo europeo, y se asentaron sobre un mismo problema de resentimiento social; pero de origen distinto. En el caso de Europa fue el vergonzoso pacto de Versalles en el cual Alemania perdió la cuenca del Rhur y Alsacia y Lorena. En el caso argentino no había consciencia política, porque sólo se conoció en la historia del país la adhesión a caudillos carismáticos, excepcionalmente racionales. Es decir, que antes de toda consciencia política apareció el resentimiento social, cristalizado pero no comprendido, y mera copia de las situaciones sociales europeas que precedieron a la revolución industrial de 1931.

La sincronicidad, según Jung, es la convergencia espacio-temporal de series causales independientes. En el caso de Alemania, despojada, vencida, el arquetipo de Wottan –dios de la guerra, reivindicador y justiciero– necesitaba para una acción efectiva en el plano empírico, la aparición de un ser capaz de representar ese arquetipo. Fue el caso de Hitler. El correspondió exactamente a las demandas inconscientes del pueblo alemán. Se efectuó entre el pueblo y el líder –ambicioso, carismático e individualista a ultranza– un efecto de contagio psicológico que se fue multiplicando geométricamente en espiral delirante, hasta la búsqueda de un pasado de seres míticos perfectos, sumergidos en las zagas de los Nibelungos.

En el caso del pueblo argentino, la orfandad creó en el inconsciente la búsqueda de un padre eterno, capaz de ejercer dicha paternidad de manera estable y sin fisuras. La presencia de los conservadores y el pasaje por el radicalismo personalista había creado angustia, sin crear consciencia política. Durante el radicalismo de Yrigoyen, el problema se atenuó para la clase media que por primera vez en la historia argentina se ve legitimada por un presidente de clase media. Pero la numerosa clase obrera, urbana y rural, seguía reclamando a partir de su orfandad. Por otra parte, Yrigoyen murió en el año 1930, poco después de ser derrocado y una gran parte de la clase media quedó «flotante». Perón correspondía exactamente a la imagen del arquetipo: paternalista, poderoso, casi divino.

La sincronicidad va en los dos casos: la presencia de dos hombres que completan el deseo y la pulsión inconsciente de los dos pueblos. Hitler construye fascinantes monumentos que quieren tocar el cielo. Perón sube al poder en frente de una multitud, decretando campechanamente, el 18 de octubre: «San Perón.»

En Argentina no se habían vivido situaciones de oposición de clase social; porque en la historia manifiesta no hubo ni opresores, ni oprimidos lo que creo complicidad entre las clases. Perón capitalizó la situación y creó un enemigo exterior: Los Estados Unidos. Esto se expresaba en los slogan que lo sostuvieron en el poder hasta el año 1955: «Alpargatas sí, libros no»; «Mis queridos descamisados» –una pauta de resentimiento social que dió origen a la aparición de una clase nueva: «Los cabecitas negras.»

En el momento en que fue derrocado (1955) todas las clases sociales se fusionaron para quitarle el poder. El quiso crear las milicias populares para reemplazar al ejército a partir de la CGT y del modelo de las camisas negras de Mussolini. No es la primera vez en la historia que un líder comienza a delirar. Ya había ocurrido con Bolívar y su delirio del Chimborazo. Luego la situación se hacia peligrosa. Después de la muerte de Eva, su mujer –a quien sacrificó hasta el último instante; devorada por un cáncer, la hizo aparecer a su lado en el balcón de la Casa Rosada como candidata a la futura vice-presidencia, utilizando una peluca, especialmente fabricada, que le mantenía la cabeza derecha–, Perón entró en el delirio.

Cuando Eva Perón murió, reapareció la confusión, porque se hizo evidente que el verdadero líder carismático era ella y no Perón. Hija natural de un terrateniente, artista de poco vuelo, poseedora de una ambición desmedida y de una belleza indefinible. De todas maneras, si tuvo carisma fue porque creía en lo que decía.

En todo lo que digo no hay juicio político, por ser desde mi condición humana, testigo de la historia.

La gente que recibió a Perón en el año 1973, no fueron los simples obreros que lo llevaron al poder, sino una juventud pudiente, de clase media alta y media media –los de la clase baja eran una minoría, tal vez residuales fieles del antiguo peronismo.

Mirando desde mi balcón de la avenida Maipú 1942 –rodeada de mis cuatro hijos– veía la multitud que avanzaba hacia la plaza de Mayo; la evidencia de lo que contemplaba, me dejó sin aliento: entre la multitud a pie habían jóvenes vestidos con gamulanes. No habían muchos obreros ni tampoco camiones. Sólo autos de calidad, algunos de ellos descapotados. Me preguntó ¿qué querían ver los jóvenes en él? La pregunta queda abierta. Vamos a volver sobre ella. ¿Qué pasó para llegar a esta situación?

Perón, una vez derrocado, busca reconstruirse una historia similar a la de Eva. Encuentra una mujer absolutamente ignorante, en un cabaret de Panamá. La lleva con él a la Puerta de Hierro y en su exilio comienza a educarla. Pero «Isabelita» no podrá ser nunca Eva Perón. Isabel fue una sátira, una mala versión de Eva. Fue un ángel de poca monta, en quien la voz de cadencia sin quilates daba la impresión de una maestrita de pueblo, subida al estrado para enseñar a niños sin zapatos la diferencia entra la C, la S y la Z.

En ese contexto de mucho discurso, desapareció para los Argentinos el sentido político crítico. Quedó entonces una sola alternativa: aliarse en núcleos «estamentarios» al interior de cada clase social. Emerge así una nueva situación. Ya no es el resentimiento social, sino la irresponsabilidad política y los conflictos generacionales, los que abren las puertas a una crueldad sistemática y a una sordera entre padres e hijos. Abierta la brecha en el corazón de la familia patriarcal, la guerrilla entra, avanza y distorsiona el movimiento peronista que desaparece con el nombre de «justicialismo». Pero dada la falta de consciencia política, la justicia se reduce a las luchas privadas donde el factor trascendente ideológico no existe.

Recuerdo de ese año, remontando por la avenida del Libertador a las ocho de la noche, los interminables discursos de Isabelita y los trancones del tránsito. Yo siempre llevaba un libro y una linterna para leer. No se podía avanzar por el desorden del tráfico. ¡No, era algo más que desorden, era la desestructuración de una sociedad que no se había comenzado a quitar los pañales!

En esa época, dominada por fantasmas de reivindicación en todos los sentidos, nos era necesario reconocernos como grupo, porque más allá no había nada, solo bombas, asesinatos, desapariciones. ¿Cómo enfrentarse a todo eso sin destruirse? A veces estallaban dos o tres bombas por noche. En fin, los fuertes nos tapábamos los oídos para no tener miedo. No sabíamos si darles o no a los hijos una credencial de la marina para protegerse, porque esa protección podía condenarles a muerte. Sólo cabía rezar; y «robarle» los chicos a la escuela y llevarlos al campo –como yo lo hice– para no exponerlos más, y para no exponerme más, al sufrimiento. Recuerdo ahora toda esa época, teniendo consciencia del miedo que no pude tener, porque no había lugar para vivirlo. Una parte de mi vida profesional se desarrollaba en el comando en jefe de la marina. En el sector quizás más expuesto al peligro: pisos primer y noveno, dirección de Justicia naval.

Mis viernes de libertad eran así: dirección de la casa hasta las ocho de la mañana, llevar los chicos al colegio para, finalmente tomar la costanera escuchando cassettes de Leonardo Favio –nunca fui demasiado intelectual.

Ya en el comando de Justicia naval, dejar el auto, subir las escaleras del edificio «Libertad», sabiendo que en cualquier momento podía pasarme una bala por la espalda. Transpiración, frío, presentación de documentos para poder entrar. A pocos metros de mi despacho, estalló una vez una bomba que llevaba, sobre él, un conscripto guerrillero. Una vez casi envenenan al director de Justicia.

A las tres de la tarde, Juncal 854; dejo el mundo del peligro para entrar en el grupo de «pertenencia», de huida y de «referencia».

No recuerdo el piso, pero es allí donde comienza una de las historias que han llevado a proponerme preguntas: ser extranjero en otro país como Gertrudis V… L…, aristócrata rusa; casada con un represente de Krup. Fueron los más fuertes, los más ricos hasta el momento en que Argentina declara la guerra al eje, a finales del conflicto. Los bienes de las familias alemanas implicadas en la guerra del treinta y nueve al cuarenta y cinco son confiscados. Gertrudis pasa a constituir, en su casa, un salón literario al estilo del siglo xviii, en pleno Buenos Aires, cuyo objetivo –creo yo– era sobrevivir de alguna manera, a los avatares económicos.

Ella era el centro de una red de relaciones sociales que mezclaban la aristocracia europea con la aristocracia argentina. Así, nos conocíamos unos a otros. Entre la aristocracia europea había ciertas grandes fortunas, como la de Mira von Bernard, propietaria de Caleras Avellaneda, viuda como Amelia Fortabat, la dueña de Loma Negra, y su concurrente en los negocios.

***

Un tercer piso, el auto en el parqueadero de la iglesia de Las Mercedes. De pronto yo me sentía joven, linda, elegante, inteligente y feliz. Entraba en lo de Gertrudis, y la casa tenía el perfume de las mermeladas de frutas mezcladas con incienso; el piano de cola, los rojos profundos, porque dominaba el rojo. Esa casa se había convertido en el punto clave para darse a conocer. No es por casualidad que mi consultorio fuera privilegiado por la aristocracia europea y argentina.

Sin embargo, había momentos en que me raspaba el corazón, pues sabía que el colorido, la música, los idiomas diferentes que se hablaban, así como todo ese mundo cultural no llegaban a apagar la angustia de saber que mis hijos existían y que yo tenía miedo.

Entonces todo desaparecía. Yo debía volver a casa urgentemente para apretar entre mis brazos a mis hijos. Sí, tenía que apretarlos, los apretaba. Comía un sandwich y me ponía a estudiar frente a la televisión, mientras los cuatro jugaban a sus proyectos, secretos o manifiestos. Los tres más chicos no sabían tal vez cuánto se puede sufrir y cómo es necesario huir de la debilidad para darles un modelo de fuerza. Ahora mismo, me siento amenazada por las lágrimas, por esas lágrimas que entonces no pude llorar. Estaba tan cansada de reprimir la responsabilidad, que me dormía sobre las faldas de la más pequeña, mientras los otros tres jugaban al lado y se decían: «No hablés fuerte, mamá duerme…» Y mamá era ¡tan chiquita! y los cinco estábamos vivos y yo los protegía, dejándome proteger. Amar es una eternidad, es un instante, una coexistencia de pasados y futuros muy compleja: no hay que pensar, simplemente, dejar venir, contemplar. En ese momento también hubiera deseado que nos encerráramos todos en esa casa y que los chicos no fueran nunca más al colegio. Me veo a través del tiempo, como queriendo hacerles compartir la sublime intimidad de mi casa de niña. Esa imagen no se terminó. Me retiro correctamente de ella, porque esa gloria fugaz no existe más, y porque hoy no son los años 1973, 1974, 1975, 1976; es, simplemente, 26 de febrero de 1992, y estoy en el mundo y punto.

Doctora E. Graciela Pioton-Cimetti



"Todo acto y pensamiento humano tiene por fundamento el amor" escribió hace tiempo un raro personaje al que descubrí leyendo en mi adolescencia.

Hace años, leyendo los artículos de una gacetilla barrial me llamó la atención uno de ellos, en las que cierto personaje que firmaba como "Gaspar" definía la vida en aparentes sencillas palabras y fácil interpretación. Pensé que era un simplista, como esas personas que todo lo llevan e interpretan de acuerdo a sus escasos recursos intelectuales, y que por pereza no acopian más conocimientos del que ya adquirieron en sus primeros años de vida y luego van seguros creyendo que todo lo pueden explicar con esos recursos. Y de hecho lo hacen, no siempre sin incurrir en graves forzamientos intelectuales para que sus teorías expliquen los hechos.

No seguí pensando mucho en este autor, pero si me quedaron dando vuelta en la cabeza sus dichos. ¡No podía ser tan simplista como para explicar todo acto humano de acuerdo al amor!, entonces ¿Qué hay del odio, de la guerra, de la destrucción?.

¡No!, definitivamente no valía la pena pensar en lo escrito por seguramente un viejo enfermo y delirante. Trate de olvidarme de lo que leí. Lo lamentable es que me costó, y diría que hasta tuvieron que pasar unos cuántos años hasta que realmente me olvidé de ese artículo y de todas las elucubraciones que provocaron en el joven que yo era.

Después con el tiempo fui investigando algunas cosas por mi cuenta y otras por los estudios que realizaba, aprendiendo muchas posturas filosóficas y religiones que hablaban sobre la vida y sus principios. Muchas parecías coherentes y otras francamente me recordaban ese artículo de ese tal "Gaspar" que tanto me había hecho renegar en esa época.

El tema es que en cierta oportunidad, muchos años después, dí una charla sobre liderazgo en un salón que me habían preparado a tal efecto en la ciudad donde crecí y viví hasta mi adolescencia. Me gustó volver al barrio siendo ya un profesional y ver muchas cosas que de niño tenían otras interpretaciones. En esa charla trabajamos con un grupo de personas que deseaban mejorar sus relaciones laborales y en este tipo de eventos uno llega a hacerse bastante cercano a los participantes y hasta algunas veces se inician amistades duraderas. Y en este curso pasó algo así.

En esta ocasión sucedió que conocí a un señor, de aproximadamente setenta años que me dejó perplejo al principio, por su forma de hablar, lenta y delicada, pero profunda y a su vez simple. Me llamó mucho la atención y después del primer encuentro del evento, desee que llegara el segundo para indagar el motivo de mi atracción hacia este personaje.

En el siguiente taller pude hablar, con este señor antes de empezar y le pregunté a qué se dedicó en la vida, a lo que me respondió que había sido empleado del ferrocarril, pero que en realidad su verdadera profesión había sido escribir, no para publicar sino solo para compartir con algunos de sus mas allegados amigos. Le dije que tenía interés en leer algo de lo que había escrito si no le molestaba. Me respondió que sí que en el próximo encuentro me traería algo. Su nombre era Carlos.

Cuando llegó el momento me dio dos o tres escritos que no ocupaban más de dos carillas. Le prometí leerlo ese mismo día durante un descanso.

Cuando empecé a leerlo, un par de horas después, no podía creer lo que estaba leyendo, se me nublaba la vista, llegó el momento en que no sé si estaba leyendo o recordando…ese artículo estaba firmado por "Gaspar", el segundo nombre de Carlos. Todo en ese momento parecía un sueño, y la realidad quedaba relegada al plano de la fantasía. El escenario era que yo estaba frente a mis pensamientos, mis recuerdos y mis preguntas y anhelos de conocimiento.

No pude menos que ir en busca de este extraño personaje y abrazarlo sin decir palabra.

Le pregunté sobre su simpleza al escribir que yo había tomado por defecto, más que por virtud y me contestó que como buen mecánico de ferrocarril las piezas eran simples y robustas y eso era todo lo necesario para que las máquinas funcionaran correctamente, y así debía ser la vida también. Me percaté de mi error al juzgar a "Gaspar" como simplista, era un profundo conocedor de la naturaleza humana, y un excelente "escritor de verdades"

Todo a partir de allí sirvió para retomar muchas cosas olvidadas en mi vida, para re andar caminos ya transitados, para ser uno más de los amigos de Gaspar, el escritor que escribía a sus amigos y lo hacía desde el amor como correspondía a todo acto y pensamiento humano.

Licenciado Alejandro Giosa



Escritor no es solo aquel que escribe los más lindos versos,
escritor no es solo aquel que escribe historias de amor,
escritor no es solo aquel que escribe poemas maravillosos,
escritor no es solo aquel que escribe las melodías más bonitas,
escritor no es solo aquel que escribe libros,
sino también escritor somos todos nosotros
que escribimos nuestra historia de vida.

Ser escritor ¿no es un talento profesional del arte literario?

Si lo es, pero cada uno de nosotros tenemos el Don de escribir todos los días del año nuestro futuro, lo que nos va a pasar mañana, pasado…

No quedará escrito en ningún papel solo quedará grabado en el cosmos que será el encargado de llevar adelante las huellas que dejamos en el pasado.

¿Por qué somos escritores de nuestra vida?

Cada uno de nosotros es un artista porque crea su mejor obra de arte de vida,

por eso es un Don mágico porque podemos escribir nuestro futuro y nuestro final.

¿Cómo podemos escribir nuestro futuro?

De mil maneras conscientes e inconscientes. Con nuestras acciones, pensamientos, deseos, forma de vida. Si nos observamos por unos instantes y

vemos como nos comportamos en la vida diaria veremos que es lo que estamos construyendo en nuestro futuro. Teniendo en cuenta eso podemos escribir lo que nos va a pasar porque nuestra vida es reflejo de lo que somos y se da por como somos por fuera y por dentro y así creamos día a día nuestro futuro.

¿Cómo podemos escribir nuestra historia de manera consciente?

Estando atento a lo que hacemos, decimos, sentimos y queremos para nosotros y el prójimo, así seremos conscientes si estamos procediendo para bien o mal y de lo contrario mejorar aquello que afecte mi alma para no volver a cometerlo en un futuro.

Estar consciente es la forma más adecuada e ideal en que deberíamos estar todos los días para despertar nuestra sabiduría interior y saber si estamos actuando positivamente o negativamente, por eso nuestros pensamientos determinan nuestra experiencia. Si siembro ideas y sentimientos positivos en mi mente recogeré acciones positivas, lo que estaré redactando es una vida agradable con experiencias asombrosas y el final va ser confortable para mi alma porque habré logrado cumplir con los objetivos y la misión que tuve en esta vida.

Si fuéramos conscientes de nuestros actos, seguro que tendríamos una mejor calidad de vida.

Siempre estamos dormidos por eso la gente de espíritu negativo va llena de comentarios derrotistas, repitiéndolos continuamente: mi vida es un desastre,

nada me sale bien, es inútil esforzarse. Aun cuando a la gente negativa le esta yendo bien nunca reciben con positivismo aquello bueno de la vida y terminan diciendo que la felicidad no es para siempre, me gustaría que todo siempre saliera bien, pero es imposible, etc. Lo que debemos hacer es ser más positivos, querernos más y querer al prójimo y ser consciente de nuestros actos para lograr un mejor destino porque esta en nosotros la vida que queremos tener, somos lo que pensamos, actuamos y decimos.

¿Hay alguna formula para ser positivo y poder escribir una mejor historia?

Se debe estar conciente y luchar por los objetivos.

Hay que tener pensamiento positivo, metas para triunfar y salir adelante por la vida con frases y afirmaciones alentadoras: todo va a salir bien, nada es imposible, tengo fe que todo saldrá a mi favor, la buena suerte siempre me acompaña, hay que tener confianza…

Y si algo malo sucede, hay que seguir siendo positivo no dejarse vencer por el contrario, tener esperanza y entonces decir: que no hay mal que por bien no venga, siempre hay que buscar el lado bueno de las cosas, la próxima vez todo va a estar mejor… La gente positiva se enfoca, se mira como luchador, emprendedor, dueños de su destino, creadores continuos de sus propias vidas.

En cambio la gente negativa ve los hechos malos como a una película, se miran a sí mismos como los perdedores, los derrotados y no ven el Don que tienen para cambiar.

Si acaso estás en el grupo de aquellos que todavía no practican el pensamiento positivo, no te apenes, no te deprimas, empieza ahora, trata de explicarte las cosas de una manera diferente, con mayor optimismo, con más amor propio, con esperanza. Mantén conversaciones positivas contigo mismo e inmediatamente veras la diferencia en tu actitud personal, en tus acciones, en tu vida.

Y redactaras la mejor historia de vida.

Prof. Carla Manrique



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