Es un invierno largo, extraño y sorprendente… ideal para dejarse ir hacia la reflexión, la escritura y lo desconocido.

Les propongo acompañarme en esta necesaria comprensión de la pasión.

Declinen según ustedes. Lean pero traten de preguntarse sobre vuestras pasiones tal vez vividas en tiempos pasados ó en el presente.

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Es de noche, traduzco… el silencio es sublime y me apasiona. Compartamos, envíen sus reflexiones si desean publicarlas.

La pasión es un tema que no se termina jamás.

Doctora E. Graciela Pioton-Cimetti



En el año 1996, una tarde de invierno en la Sorbona presenté un libro de cuentos bilingüe que me había sido encargado por Efer Larocha para ser trabajado por los profesores y alumnos de las universidades en «lenguas clásicas». Fue escrito para las universidades en francés y en español. Se agotó tan rápidamente que apenas pude guardar algunos ejemplares para mi y mis amigos.

***

La presentación fue emocionante. Mi hija Grace estaba conmigo, ella estuvo presente en los momentos duros de duelo y en los felices como esta presentación.

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Los críticos literarios me permitieron comprender el valor de la pasión en la escritura.

Desde los años 70 hasta el día de hoy mis analistas fueron y son mis compañeros de vida: Angel Garma en Argentina, Carl Rogers en Estados Unidos, Roland Cahen, Elie Humbert y Myrtha Gruber Humbert en Francia.

Mi trabajo de individuación fue y es una revelación y yo agradezco a mis analistas el haberme dado la oportunidad de trabajar mi «pareja interior» (Animus-Anima) porque los críticos dijeron que yo escribo tanto como mujer que como hombre.

Un alumno me propuso publicar uno de los cuentos de mi libro que el consideraba expresión de pasión imaginada, idealizada, pero sin resolución, al parecer.

Dos cuentos llamaron mi atención: Onaisín y Tentación de poeta. Hoy les comunico el segundo Tentación de poeta porque es un texto apasionado en el cual expreso, sin duda, una cierta melancolía porque no creo haber conocido la pasión.

El cuento habla de la pasión del vació de la falta del otro idealizado. De todas maneras mi pasión absoluta es la vida, con ella estoy en el silencio sideral de la eternidad que es el instante presente. Ni pasado, ni futuro, solo el ahora.

***

En esa oportunidad prometí escribir un segundo libro y presentarlo al año siguiente. Lo escribí, pero no lo publiqué porque Nicanor, fragmentos de una historia larga hacia la marea alta de la vida, mi nuevo libro, está lleno de historias verdaderas y muchos de los protagonistas estaban vivos, hoy han partido.

En los próximos días ese libro estará publicado. Lo escribí apasionadamente, pero guardando la «buena distancia» del análisis y trato de comunicar como siempre: mi pasión de vivir.

Concluido en Paris el 15 de marzo del 2013.
La nevada cesó, pero no la pasión.
Doctora E. Graciela Pioton-Cimetti



I

Alcohol, sueño, sí, sueño soñar mucho, hasta que los párpados se caen en una turbia soledad de besos no dados, fuertemente imaginados. Pasión sin resolución ni objeto en una noche larga de un suntuoso departamento, erguido sin miedo en un tercer piso de un hotel particular perteneciente a un aristócrata sin rey que, cansado de esperar que el soberano vuelva, cedió paso al poeta para él mismo morir sin heroísmo en un lecho con historia. Sueño del poeta, pasos leves de la amada sin nombre, cartas desmanteladas en un exceso de recuerdos y en medio de ese tráfago de formas que alucinan y tientan y se acercan, el fragor de una tormenta más que meridional en un Paris sin tiempo, que ni siquiera atina a desbocarse. Sobrio como la muerte. Tentador como el infierno de Dante. Exquisito como tu amor que busco en alguna parte, mientras la fatiga me estropea las entrañas y quiero soñarte y me cuestas tanto porque tu eres sobria como la ciudad, pero tentadora como el infierno y aún más frágil, mucho más frágil que yo, que llevo siglos de soñarte y de tenerte entre mis brazos, mientras mis pensamientos te imaginan poseedora de esos tus ojos tan largos como los de la mujer del poema de Neruda.

Yo te conocí y fuiste más mía que mi vida. Tentación de poeta: frustrado y solitario, contemplando tu nuca inclinada sobre tu creación. No hubiera podido turbarte. Lo tenías todo en tu insólita cabecita redonda y aniñada, que no se terminaba nunca porque tus pelos no cesaban jamás. Revueltos, dispersos, ordenados. Una extraña pulcritud de oro a mil quilates exaltaba esa increíble prolongación de tus austeros e inteligentes pensamientos de mujer eternamente virgen. No, fue demasiado, siempre tenías algo que hacer, que concebir, que crear y de pronto te estirabas sedienta de deseo sobre el lecho pidiendo como si nunca hubieses estado ausente.

***

Tentación de poeta: comprenderte porque aún hoy no te comprendo y vuelvo a deshacer el inmenso ovillo que juntos manejamos. Te conocí en otoño. Tenía yo tantos años como tú, pero mil más, mil más de soñarte. Te habían ensillado un alazán y yo volvía de campo abierto, el caballo tan sudado como mi alma de soñador impenitente. Era casi noche. ¿Qué hacíamos los dos allí?

Jugabas con esa pasión sincera que te caracteriza, un rol que convenía a tu heroica naturaleza. Las hojas de los árboles caídas sobre el pavimento hablaban de soles muertos, de veranos lujosos y destruidos. Todo estaba húmedo. No se, tal vez, llovía. Yo me puse a desensillar y limpiar el caballo, sus cascos y todo lo demás. Yo lo rasqueteaba lentamente, ciudadano entre dos mundos: el del caballo con sus necesidades y el tuyo, el tuyo, el tuyo: carmín, fresa, noche, beso, crimen, cortina, lecho, viento, tules, lecho, más lecho, más cortina, más deseo, imperioso deseo. Yo no te llamé, viniste. Rauda, sin empacho, los ojos dorados como el pienso y esa manera de desear de urgencia que yo nunca había conocido. No se qué se hizo de tu alazán ensillado. Sólo más tarde recuperaríamos el aliento y los caballos. No se si los adoquines estaban fríos porque tu cuerpo quemaba graciosamente. ¿Por qué me abrazaste en otoño? Hubieras podido hacerlo en invierno, sobre el campo nevado, pero en campo abierto, no allí. ¿Por qué ese beso y ese deseo y esa urgencia del aquí y ahora, que sólo mucho más tarde pude aceptar y desear y amar yo mismo?

***

Tentación de poeta: justificar, descubrir, intentar, dramatizar, explicar, soñar. Finalmente hubiera sido necesario aceptar la esclavitud, rendirme a tu deseo imperioso, a tu urgencia, sin intentar llevarte sistemáticamente, aludiendo razones, hacia mi mundo de torturado silencioso. Sí, vos tenías los ojos limpios y la fuerza estremecedora de los que saben desear sin más trámites, sin decirse que el olor de los caballos es excitante o que el otoño erotiza.

Había un río cerca de la ciudad, un río sin pretensiones como vos y una casa grande y un lecho y tu amor que quemaba y mi silencio de no intentar comprenderte.

***

Tentación de poeta: la larga pereza, el aburrimiento permanente, una fatalidad sin vida, un romanticismo sin fronteras.

Y sin embargo te quise y te di mi alma y aprendí a esperarte mientras creabas y creabas. Tu nuca inclinada y ese mundo de tu realización en el que si bien no me impediste penetrar, yo no osé hacerlo.

Tentadora y excesiva. Tal vez, no supieras de la vida más que yo, ni menos. No lo se, pero la maneabas sin ambages. Sabías el sitio exacto de la caricia deseada y me llevabas hacia la realización sin pena alguna. Tentadora y excesiva, fuente de sueños aún entre mis brazos, de deseos simples y tiernos, que jamás antes la vida me llevara a conocerlos.

Había un río y una casa y un lecho, un lecho duro como el camino empedrado que lleva al paraíso. No hablabas demasiado. Siempre fuiste escueta aunque no reticente. Contigo no había sino discursos serios, medidos, deslumbrantes, de tu sabiduría milenaria –no era posible que hubieras aprendido tanto en los años de tu vida– ó la pasión, pero una pasión sin fuga ni exceso. Pasión que dejaba absorto y sin fatiga.

Desenredo el ovillo sin que él pueda dejar de ser enorme y te escucho otra vez discutiendo de Hegel, tan lejana como en un estrado magistral. Nunca lo percibiste, pero tu inteligencia me estremecía tanto como tu sensualidad de mujer absoluta. Te sabía tan fiel como a mi perro, mi perro que te amaba tanto como yo y te entendía sin dudas mucho más.

Yo los veía a los dos como miembros pertenecientes a una misma clasificación zoológica. Discutían como niños por una medialuna y él sabía escuchar y diferenciar el ruido del motor de tu auto cuando llegabas y se volvía como loco y abría las puertas y nuestra dueña y señora llegaba inundando de actividad nuestro mundo de hombres solitarios y taciturnos y de amor también. Entonces, nos volvíamos alegres.

Nos amamos mucho tiempo. Tal vez, nos amaremos siempre, pero ya no estás. Yo me fui en invierno sin anunciar mi partida. Tal vez, temeroso de un último amor, de un último deseo. Ni siquiera te despertaste. Como los niños sólo te despertabas para crear hasta el agotamiento de tu inspiración.

A veces, durante la noche, escapabas de mis brazos que ahogaban tu creación, para escribir un poema o una de esas tantas cartas de amor que me enviaste y que yo no supe comprender. Las cosas materiales te interesaban sólo lo necesario. Ganabas tu vida sin esfuerzo, con el talento natural de los que saben obtener lo que necesitan y no más.

Me fui en invierno, cargada el alma de justificaciones y mentiras para no volver.

***

Tentación de poeta: saber que nunca me borrarás de tu cuerpo, ni de tu alma y que si amas sólo será tratando de hacerte creer a vos misma que me has olvidado. Pero eso no es posible. ¡Nuestro amor fue tan largo en el tiempo y tan corto de tan bello! ¿Por qué ese atardecer de otoño? Sabías sin duda exactamente lo que querías…

Creo, en tu honor, que lo intentaste todo. Pero me pediste la eternidad y yo muero mil veces cada día en mi angustia de poeta que se aburre de su pereza ancestral y de su manera sin brío de juntar estrellas e hilvanar palabras.

***

Tentación de poeta: recordar el ruido del riacho, interpretándolo como un torrente de montaña y pensar que aún estás conmigo, envuelta en tu espeso chal blanco, junto a mí en el auto, subiendo la cuesta hacia el balón de Alsacia. La ruta está resbaladiza. Te digo que retrocedemos, trato de darte miedo y te aseguro que si no me quieres partiremos juntos al abismo. Se que no quieres partir, pero te veo reflexionar un instante, porque el deseo de partir juntos te seduce. Recapacitas. Todo está blanco de nieve en torno y hay pinos de un verde eterno y me dices que me quieres. Comprendo que no sólo lo dices sino que también lo sientes. Tu deseo me embriaga. Volvemos, es la tarde, anochece, la calefacción está muy alta, o soy yo que la siento quemarme? Y volvemos a la casa junto al río y se que tienes miedo de que un día… En fin, tal vez, yo no hubiera debido darte miedo. Evocar en ti un final en el que separados o juntos sería, sin embargo, un misterio y un final. Te encuentro misteriosamente distante. Me tocas con dolor, te consuelo. Eres mucho más frágil que yo, porque yo siempre te tuve entre mis brazos. Aún antes de nacer ya fuiste mía y no se en que mundo nos dejamos, pero te reconocí en ese anochecer tibio. Tu miedo me recuerda algo que está impreso en mi carne o, tal vez, en mi esencia. Esa tarde de otoño viniste a mí a reclamar la continuación de una existencia en la cual, tal vez, ya nos hayamos amado. Te atraigo al final hacia mi ritmo, te calmo. Hay algunas lágrimas que ruedan sobre mi pecho. Tal vez, sea este nuestro último amor según tu miedo, pero, tal vez, el primero según mi tentación de poeta solitario, en un tercer piso de un hotel particular, en un Paris sobrio que se te parece.

II

Es el atardecer. ¿Un año va a morir o un año va a nacer? Hay una casa antigua frente a la fortaleza del rey René y te veo. No puedes ser sino tu. No más de diez años, pero, tal vez, a comienzos del siglo, si no más. Vestido claro, fruncido. Un lazo en torno de la cintura y del pelo y un arco. Había olvidado que alguna vez supe de un juego que, tal vez, se llamaba «jugar al arco». Tienes dos varillas largas en las manos. Las varillas al cruzarse y por un impulso que viene de vos, lanzan el arco hacia alguien, más lejos, que no alcanzo a ver. Tal vez, sí, me parece un niño, tal vez, de tus años, con traje marinero, tan usual en estos tiempos y en ese medio.

Te aseguro, nada imagino, lo veo. Pensé que sería arriesgado dialogar con la niña, que mi inconsciente se volvería un potro desbocado y que se que estoy relativamente solo y que la locura me tienta en cierta forma. No es que tenga miedo de enfrentarte, pero cómo empezar. El muchachito te responde con apenas excesiva fuerza. Tu cuerpecito se estira, pero a penas tocas el arco que rueda hasta mis pies. Nos inclinamos al mismo tiempo. Tu mano derecha es pequeña y delicada y casi roza la mía. Sonreímos. Te miro, me miras. ¿Mis ojos te envían gotas de lluvia porque brillas como una planta de gomero en mi tierra lejana, lujuriosa y sedienta?

Tal vez, más que eso; tal vez, sea el rocío de un amanecer en el que yo estuve hambriento de conocerte, mi flor inesperada y no calculada sonriente y recordable.

Después todo pasa tan rápido… Jugamos con tus muñecas de porcelana en una gran habitación de paredes tapizadas en seda rosa viejo. Hay un tapiz que cubre el parquet, dominan los tonos verdes. Hay olor de cera y de tarta de manzanas. Sobre tu lecho hay un cubrecama difícil de describir porque parece un gobelino. Hay rayas verdes verticales y rosas y una mesa de luz con un velador de cuarto de niña, algo como de tul –no soy bueno definiendo telas– pero hay un fino lazo verde en terciopelo con un moñito juguetón. Yo me quedo callado. No se cómo jugar con vos. Espero que me des un rol, una orden. No me ignoras, pero casi diría que juegas sola.

En esa, tu casa, no hay ruido. Hay un silencio inquietante, no veo otras gentes. El muchachito de la calle se esfumó. Hay una casa de muñecas con luz y tres pisos y como cinco cuartos por piso. Allí sí hay personajes. Una gran cocina económica, como en los viejos tiempos y una empleada que amasa sin apuro y por la eternidad, un pan de yeso. Perdóname, no te digo que el pan está siendo hecho con yeso, lo pienso simplemente. En el salón hay un piano y una niña vestida como tú que parece estar tocando los ejercicios de Czerny. Hay una abuela con lentes en un sillón hamaca, en otro cuarto de la planta baja. Cerca de ella hay una rueca y creo que está hilando. ¿Los padres no están? En fin, que no los veo. Estás jugando sola y yo me siento torpe porque nunca supe jugar, pero te acompaño como puedo.

III

Dejar de sufrir, de soñar que voy a encontrarte otra vez y otra vez y otra vez. Dejar de caminar, ausentándome de mí mismo para seguirte y exigirle a Dios que me explique por qué no supe verte, amarte, esperarte, aguantar hasta entenderme a mí mismo.

Tuve mucho más que la mitad de la culpa. Te hice mal queriendo ayudarte y eso me pone triste y se me escapan las imágenes de nuestra felicidad en el hueco de la pena y la soledad que me acosa en cada rincón de mi cuarto, de mi lecho, de mi casa, de tu ciudad que no será nunca la mía, porque ya no estás. Es una ciudad muerta de lluvia. No hay pájaros. Los árboles se secan de abajo hacia arriba y se que no hay poemas que me despierten. Tuve un momento duro. Imaginé que estaba leyendo tus cartas y esa manera que tienes de cerrarlas diciendo: «quien brutalmente te adora». Siempre pensé que era bellísima la frase pero me parecía excesiva. Ahora se que era verdad.

***

Anoche estuvieron comiendo en nuestra casa. Carlos y Ana, llegaban apenas. Sabía que vendrían. Tenían la piel dorada. Es verano en Buenos Aires. Venían de un enero en Miramar. Esperé que hablaran de vos. Supongo que habrás expuesto tus cuadros en la galería de plaza San-Martín. No se por qué no hablaban de vos, pero sí del Colón, de la última temporada de ópera, y también me contaron sobre los últimos libros y las piezas de teatro. Nada de vos. No puedo imaginar dónde estás. En un momento hablaron sobre la mujer de Alberto, no lo conozco pero la descripción respondía a la tuya. Te recuerdo que estamos envejeciendo y que podemos morir. Desearía que nos hundiéramos juntos en el abismo, cercados de nieve, durmiéndonos de la muerte dulce del invierno.

***

Tentación de poeta: creer que nuestros corazones pudieran cesar de latir al mismo tiempo. No, tú eres más frágil que yo. Yo te hubiera sobrevivido. «¡Terrible, espantoso!», como dirías vos apoyando la mano derecha sobre tu pecho, suspendida la respiración y el horror desbordando de los límites de tus ojos dorados. Hay una foto tuya en el cuarto de baño con tu traje de karate. Tal vez, Ana lo haya visto, pero sin hacer comentarios.

Te compré una bata ceremonial blanca. Está en tu cómoda. Yo también tengo una. No las vestiremos para hacer sepuku, sino para beber té y después haremos el amor lentamente, sintiendo en los dedos la imagen total del otro amado. Ya se que no te gustan los amores lentos, pero podrías aprender a dejarte contemplar. Ana debe haber comprendido que te estoy esperando. Miraba con curiosidad los detalles de la casa, porque naturalmente todo lo he dejado en su lugar.

Sólo tendrías que comprar tu memoria para olvidar que me fui hace diez años.

Cuándo volví, no para quedarme sino para estar seguro de no habías partido, te habías marchado. Todo estaba casi en orden y digo casi porque encontré muchas lágrimas que aún no he tenido el tiempo necesario de guardar en finos frascos de alabastro egipcio. Carlos apartó algunas lágrimas para poder sentarse y Ana me sobresaltó cuando tomando una en su mano derecha me preguntó sin vueltas por qué estaban por todos lados como recién lloradas. Yo le respondí que eran recién lloradas y que yo las prefería así desparramadas aunque a veces las veo como el presentimiento de un diluvio que está próximo, que acecha.

Las paredes siguen blancas y tu lecho –quisiera yo– guarda algo de tu perfume, como si fuera un frasco mal cerrado. Y eso hablando de tu cuarto. En el mío no hay más perfume que el de los diarios y viejos libros de poemas o filosofía, textos raros, con historia, comprados donde pueden encontrarse, ¡textos raros!; ayer, era Plutarco: Isis y Osiris. Una prolija edición del siglo xviii que un hombre debe haber leído a su mujer, tal vez, la madre de sus hijos, partes de ese texto en noches de amor casi serenas, santamente serenas. ¡Dios! ¿y nuestro cuarto? Con ese gran lecho que vino de la casa grande junto al río, tan duro como el camino empedrado que lleva al paraíso.

No puedo abandonarme en ese lecho. Tu cuerpo me acosa con su deseo insaciable. El lecho ha durado más que nuestro amor. Palabras de idiota. Nuestro amor es inmortal. Eso es todo cuanto pude comprender en estos diez años de distancia, en los que no he dejado de pensar y sufrir y temblar y añorarte y hacer simulacro de reflexionar. No hay nada sobre lo que se pueda reflexionar en un diálogo tan oscuro como este mío, en esta soledad. Yo dialogo con nuestro amor, que es más fuerte que nosotros, porque como no estás para contestarme, es lo único que me queda. Tal vez, si volviéramos a vernos, pudiésemos no reconocernos. O, tal vez, estés muerta, pero eso me extrañaría porque hubieras venido a contármelo.

IV

Haber sido ese hombre extraño que creíste te había amado una vez, el de los viajes, el que no se detenía nunca sino para juzgarte, entre dos aviones o para hacerte sentir como un trozo de madera. No me lo contaste, lo leí en tus cuadernos de viajes. ¡Siempre escribiste tanto! No sabré nunca dónde se termina en realidad la plaza San-Marcos y dónde comienzas tú a soñar.

Tal vez, sea cierto que lo encontraste en un carnaval de Venecia. No era italiano, era árido, sí, del país de la aridez. El quería siempre más, pero no tu cuerpo, no tu perfume, no, él quería algo que nunca tenías, algo más. A veces pienso que lo dejaste porque no te veía, él quería crear sobre ti, ponerte ropas extrañas para satisfacer sus fantasmas y por un hecho simple que yo bien comprendo, te hartaste y no pudiste más. El te dio miedo de envejecer. Nunca te vio cual tú eras con tu edad y tu frescura. Se había preparado a amarte por la eternidad y entonces para empezar a hacerlo se imaginaba tal como serías al pisar tu primer siglo.

La biblioteca de tu cuarto está llena de cuadernos de viaje. ¿Por qué no los llevaste contigo?

Tengo miedo de imaginar por qué los dejaste. Siento que querías que yo supiera quién habías sido antes de mí. En verdad debería haberlos leído sistemáticamente, dado que estaban en estricto orden, pero no pude. Busqué nuestro tiempo juntos. Las descripciones eran precisas. ¡Pero tus sentimientos! Nunca pude imaginarlos. Saber de mí a través tuyo me hacía tanto mal, me descompensaba tanto que lo cerré y lo guardé y tomé al azar ese otro cuaderno de tu vida anterior.

Y empece a saber que uno puede condenarse de tanto ser curioso y que ya a ti te había condenado antes tu curiosidad, porque tu lo seguiste, porque su misterio te atrajo.

El te había hecho mucho mal. Era autoritario y tan celoso que tu vida de familia y de relaciones había desaparecido. El lo quería todo, pero estimo que no comprendió que al privarte te dejó vacía porque vos eras muchas cosas y no esa muñeca de trapo habitada por legumbres que al pudrirse te arrastraban. Pero él sí sabía contar cuentos de hadas y de castillos y de princesas, sólo que al final de sus cuentos había siempre un lugar para ti y ese lugar era el de la doméstica vestida con un espantoso y rústico delantal, o el de la servidora ligera y lujuriosa de un albergue de campo, donde un caballero y señor vendría con su caballo a reposar entre tus brazos.

V

Haber sido ese hombre que te fascinaba, que sabía contarte cuentos y viajar y viajar y transformarte en trashumante. Claro que el nunca amó tu cuerpo, pero sólo porque estaba celoso de ti, porque tu le robabas el centro del mundo y te convertías miméticamente en la protagonista de sus cuentos. Con él no tenías tiempo de pintar, ni de escribir. Pero no pudo destruirte porque tus pensamientos partían muy lejos, mas allá de la vida.

Yo lo se, él no lo sabe. Yo lo se porque te estoy leyendo y te estoy viendo escapar de entre sus brazos de misógino o andrógino, no lo se, para perderte con la imaginación en playas lejanas y anchas y doradas. Esbelta y perfecta, como esa romana del poema de Alfonsina Storni. Para encontrar el amor eterno, de un amante eterno, bellísimo y puro como tú y sediento como tú de ternura y silencio. Tus confidencias me quiebran. Siento tus orgasmos en mi sexo. Te siento ceñir mi sexo mientras leo las confidencias de tus frecuentes y felices viajes románticos e imaginarios hacia esa playa lejana y dorada donde te encuentras con ese amante lujoso, puro y casi adolescente que nunca existió en la realidad de un otro, pero que es esa parte de ti, esa proyección de tu ideal de hombre o de hombre ideal, que te pertenece.

¡Cuánto sufrimiento hubiese sido para otra mujer vivir con un hombre y no tener ningún hombre! Vos te resignaste como la mujer de un mutilado de guerra. Pero no, ni siquiera te resignaste. Lo viviste simplemente.

En todo caso habías aceptado el hecho de que fuera el último hombre de tu vida. Creo que tienes razón, que fue tan malo tu adorado «príncipe azul». Era perfecto, él lo sabía todo y había leído en textos posibles sobre la sexualidad y el erotismo y había corrido muchos caminos buscándose en la orgía, tanto como en la mística, y leído textos tántricos y otros como para dominar sus erecciones. Como si ese reflejo pulsional fuera la expresión única del ser viviente varón.

Hubiese sido el hombre ideal para una mujer histérica y glacial, que lo sedujera y le mintiera una pasión muy lejos de vivirla realmente. No para ti, que te estiras ardiente sobre el lecho, sin más fantasma que los ojos del amado. Admirando con plenitud al hombre que te posee, amando fuerte y agradeciendo en gemidos el placer compartido.

Me pones triste. Sola en una piscina sobre el Mármara, el corazón soñante y el cuerpo ardiente. Mientras, en su cuarto, él descansa en su hastío de amarte sin pasión. Te quiso. Lo se, tal como yo te quise. Los dos te perdimos. Te dio lo mejor y también yo. Sólo que fuimos hombres a problemas.

Anoche me desperté porque gritabas. Perdóname, debería haberte despertado con besos pero no te encontré ni en tu cuarto ni en el mío, ni en el nuestro. Siempre tienes pesadillas.

Me dijiste que había un toro que atravesaba con sus cuernos la puerta de un ómnibus parado en una estación de campo.

VI

Gritarte que no te equivoques más. Te leo y te veo erguirte gozosa en el paroxismo de tu curiosidad. Descifras la forma de las nubes. Ver una pareja o una mujer con su hijo en los brazos. Se que no lo imaginas porque me enseñas las formas y yo no puedo negarte que también las veo. Pero viene el viento separando la pareja y a la madre de su hijo. No te equivoques más. No sufras tanto, son nubes simplemente. Pero no para ti. No encuentras ni tu lápiz, ni un papel para inmortalizar la escena. Tu inmenso saco está vacío de los útiles necesarios para inmortalizar el instante y te me vas muy lejos a buscar ese amante perfecto, que te prometo que no existe. Vas hacia tu playa, esa inmensa playa distante en la que nunca lo tuviste. El no existió, no existirá, no es de este mundo. No tengo celos de nadie, pero sí de él porque se que lo estás viendo apartar las medusas de tu paso. Tal vez, me equivoque, pero lo imagino como un adolescente, tal vez, sea tu propio hijo. El único que no te atreverías a hacer tuyo. Alguien lindo como vos no puede ser sino tu padre o tu hijo. Nadie puede amar tanto a otro que no sea sino una parte de sí mismo.

***

Me preguntas qué pasara después de la muerte. Si volveremos a encontrarnos. Yo no lo se, no lo se, no lo se y te digo basta y te obligo a volver, pero ya no es posible por qué buscar la verdad y no puedo seguirte y también se que no puedo dejarte sola. Los campos están amarillos, los trigales revientan de granos. Han pasado 2000 años desde que el faraón soñó las espigas de los siete años de abundancia y todos están muertos y todos buscaron la verdad y te empecinas en saber. Lo único posible de conocer y de aceptar es que estamos juntos hoy y que a las nubes las deshacen los vientos y que un día, te prometo para que no estés triste ahora conmigo y entre mis brazos, llevaré plantas de almendro en flor à la tumba de tus sueños, para que creas que la nieve ha llagado y que debes dormir y esperar la primavera para renacer.

***

Hay un cristal. La noche se vuelve profunda y fogosa. Rompemos el tiempo y te quiero.

VII

Saber la verdad. Me hago preguntas. Ese domingo te volviste de pronto, buscando algo que yo no veía. Estabas como iluminada. Atravesamos el puente. Me llevaste hacia la derecha, sin vacilación hacia el n° 19, quai Bourbon, en la Ile St.-Louis. Había un hotel particular, lo hay. Tal vez, estuvo siempre, estará siempre y, tal vez, volveremos juntos de alguna manera, en otra vida, como tus pasos seguros pareciendo afirmar la existencia al menos de otra vida anterior en ese lugar. Tentación de ser el único en todas tus vidas. Pero me cuesta eso, dudo, no se. Como no se dónde estás y necesito hacerte tantas preguntas, cada vez más preguntas.

Me dijiste… fue un dialogo loco. Hablabas como alucinada. Yo no tenía miedo, te seguía. Ya estuvimos aquí, en el primer piso, es una noche de fiesta, miro hacia abajo. Mis escarpines son rojo profundo, casi borgoña y tienen lazos de terciopelo. Y siempre mirando hacia abajo, veo la falda al tono de mi vestido de fiesta.

Tal vez, sea una despedida. Hay ruido de fiesta. Las paredes son verde Nilo. Descendemos ¿Quién desciende? Tú y yo, tú vas a partir, otra vez hacia la América.

– ¿Qué tendría yo que hacer en América?

–Hiciste. Vas a partir otra vez. En principio tienes que volver y vamos a casarnos con pompa. Creo que estás a mi lado en el balcón. El Sena está crecido, es verano.

– ¿Qué estamos haciendo aquí?

–Hay que entrar en esta casa, hay que entrar, vas a encontrarte.

No tengo miedo, te sigo, pero siento lo mismo que con esa niña en esa casa sin gente, cuando esperaba que me dijeras cómo jugar con ella. Te sigo. La puerta se abre. La puerta pequeña inserta en el portal. Hay un patio empedrado y muchas plantas. Miro hacia la derecha. Al fondo hay otro cuerpo de edificios. A través de la ventana, aunque estén cerradas, veo paredes color verde Nilo. Avanzamos unos pasos, más pasos. Es el final del verano. Hay hojas ya caídas de los árboles y de pronto en el centro de la umbrosa vegetación, hay como nacida de las entrañas de la tierra la estatua del aborigen, los brazos abiertos y las cadenas rotas. Es una estatua americana.

– ¿Qué hace esa estatua en el patio del nº 19 de un hotel particular de l'Ile St-Louis?

Te vuelves, me miras sabiendo que debo reconocer contigo que tenías razón.

– ¿Ves? La trajiste. Tú la trajiste hacia el año 1900.

***

Yo no te digo nada, tu fantasía me espanta y me alegra, me siento al fin jugando contigo, implicados en una misma aventura y así salimos hacia la derecha por otra puerta, buscando en una librería un documento para saber algo sobre ese número 19, del quai de Bourbon, en una librería pequeña color de humedad y olor de libros viejos. Encontramos la información que allí vivió un antropólogo francés, quien partió a la América del Sur en 1912, trayendo a Francia la reproducción de la estatua del aborigen. No estaba registrada en ninguna parte la fecha de su regreso, ni tampoco de su muerte.

No hay mucho que creer o no creer, es como la historia de las nubes. Tal vez, veas cosas que no veo. Tal vez, sepas cosas que yo no había logrado ni siquiera intuir y que me parecieron rigurosamente falsas.

***

La noche cayó de pronto. Íbamos caminando en silencio sobre el costado izquierdo del Sena. Yo sentía como siempre que tenías un cierto pánico cuando la noche se aproximaba, y había que volver a casa y el fin de semana se terminaba brusca y simplemente, comiendo como todos los humanos. Yo lo sentía, era físico. Como si algo en vos expresara lo irremediable, lo efímero. Entonces quería entretenerte. Te acostabas muy tarde, te ponías a pintar. Hacia la media noche te inquietabas.

***

Salimos sobre la terraza, había estrellas y ese luminoso cielo rosado de Paris que parece anunciar un pasaje no-trágico hacia la eternidad. Yo se que deseabas que el día volviera pronto.

– ¿Te acuerdas, me dijiste, de esa estación, de una gran estación? ¿Te ves?

–No muy claramente.

–Acuérdate, tienes que acompañarme, acuérdate.

–Más, más.

–Es una gran estación, con la cúpula muy alta. Como la estación Constitución de Buenos Aires. Hay muchas vías que se cruzan. Sentí el olor, recuerda. No se si es Constitución o Hamburgo, no se. ¿Te estás viendo? Hay un tren parado en el andén. Tienes un traje fil-à-fil gris, cruzado, y yo un vestido azul con una lindísima pechera blanca y el pelo corto en ondas, prolijamente marcadas que asoman sobre las mejillas, bajo un sombrerito. Hay viento, olor a estación. Es el año 1912. Te abrazo. Ese tren te llevará hacia un puerto, Hanover, tal vez, y de allí a América. Tengo miedo en las tripas. No se porque temo que no vayas a volver. Abres la portezuela del tren en el último instante, y te vas. La estación no se derrumba, pero ya no tengo ruta de regreso hacia ninguna casa.

***

Tentación de poeta: hacer que el tiempo se invierta volver a esa noche de la fiesta de despedida en el quai Bourbon y fundirnos en las piedras de los muros de la casa hasta volvernos piedras y ser un poco más eternidad.

VIII

Anoche soñé con un toro que atravesaba la carrocería de un ómnibus que estaba estacionado en un lugar que no conozco. Pero ya tengo suficiente con el tema de los sueños. Vuelvo a Ana y a Carlos. Estaban naturalmente en el lugar del cuarto comensal, el cual debía llegar de un momento a otro. Afirmé entonces que te estaba esperando, que podías llegar, que no era posible buscarte al aeropuerto porque nunca se sabía ni la hora de tu llegada, ni el número de tu vuelo. Le conté que estabas en Chipre turco, pintando la montaña de los cinco dedos que miran al cielo, y que la tarde anterior habíamos estado en Nicosia tomando café turco y que seguíamos viviendo cerca de Guernée sobre la playa de Denise Keese.

Yo no tenía la piel bronceada. Ana me hizo notar que eso no era posible porque el sol es eterno allí. Yo le afirmé que no era así, que los que son eternos son los jazmines en flor, que cuando la noche cae embriagan el aire con su perfume, y que esa noche había música griega y que intentaste enseñarme a bailar como Zorba; y que por eso no estaba bronceado, sino blanqueado de luna.

Les mostré algunos de tus proyectos de cuadros sobre todo los de antes de ayer, sobre la playa. Me dibujaste con un aire casi loco, con un sombrero de paja. Ellos me dijeron que yo tenía un parecido con Van Gogh, y estaban los otros dibujos: el kiosco con toldos verdes sobre la playa en la altura donde solemos almorzar, y el de esa mujer que se perdía hacia el Norte llevando una niña de la mano.

***

Hacia las once los percibí como inquietos o fatigados. Ana retiró tus platos y los amontonó junto a los otros en la pileta de la cocina. Naturalmente no les dije que el taxi vino a buscarme a Denise Keese cuando era todavía la noche, hacia las cuatro de la mañana. Había una intensa bruma, muy intensa. Debemos haber atravesado el famoso cordón de montañas para alcanzar el aeropuerto. Había tanta bruma. No se a quién le tendí el billete de avión, pero alguien me lo tomó. La bruma estaba también en el avión. Había una música rara, como de pájaros que se despiertan en un amanecer, del que, sin embargo, no desean para nada participar. Verdaderamente, no se cómo llegué a casa. Parece que la bruma vino conmigo y los pájaros también, porque en el departamento había mucha bruma y aún había muchos pájaros dormidos en las arañas. Tuve que abrir la ventana y empujarlos y al fin se fueron, con un batir de alas sorprendido. Me dormí como pude, tratando de recuperarme de ese viaje tan lleno de bruma. Naturalmente dormí en mi cuarto.

***

Sólo el gesto habitual de preparar el café me permitió insertarme otra vez en el tiempo, y las cartas que pasaron por debajo de la puerta. Hay como todos los martes una dirigida a ti, ahí están acumuladas junto a tus cuadernos. Es alguien que no debe ignorar que estamos juntos y que apenas anteanoche estuvimos comiendo en la abadía de Bella-Paesse y que tenías el famoso vestido coral que nunca te has podido sacar. No comprendo esa historia, pero parece que está adosado a tu piel, es como alas, entras con él en el mar, cuando sales está pegado a tu cuerpo, y cuando avanzas dos pasos entre los jazmines parece secarse, abrirse y resplandecer como una flor no-caduca, alimentada en una fuente de eternidad.

Cerré la puerta tras Ana y Carlos, pude comprobar que las ventanas estaban cerradas, que no había bruma, ni pájaros en las arañas. Caminé unos pasos sin destino y una voz en mí preguntó: «¿Y ahora qué?».

***

El tapiz de la entrada se está gastando. Tendrás que repararlo o hacerlo cambiar. No se por qué se gastó tanto; no hay mucha gente que entra y sale. Pero, tal vez, sea yo, quien va y viene sobre ese tapiz junto a la puerta de entrada.

No tuve interés de ponerme a leer. Ni siquiera poner música, porque todo ruido nos molestaba, todo sonido que no fuera tu respiración y la mía. Te dormiste muy pronto, pero yo pensé que no dormías sino que estabas pensando, en silencio, inmóvil para no molestarme e inquietar, porque mi lecho es muy pequeño para contener ese cuerpo sobredimensionado que es el tuyo.

Vuelvo al sueño. ¿Qué quiere decir esa imagen? ¿Ese toro embistiendo ese ómnibus de turistas sin alma, sin turistas y parado en una estación polvorienta de la que nunca salí y a la que nunca podré llegar porque la desconozco?

IX

Una posible alternativa:

Aceptar tu proposición de eternidad…

Hecho en Paris, marzo 1994.
La lluvia ha cesado.
Doctora E. Graciela Pioton-Cimetti



Pasión por el ser, por nuestro ser.

Somos la palabra que nos recorre, que nos alimenta y que nos inscribe en la particularidad de nuestra actual existencia.

Pasión por el ser, por la recorrida por nuestros rincones y nuestros jardines.

Palabra hablada, palabra corporal, palabra silenciosa y profunda que se hace imagen para asistirnos en la incompletad en la que nos desenvolvemos.

Pasión por el ser, por nuestro ser, palabra justa y armoniosa que hace visible y audible el espíritu y la cadencia del alma.

Pasión por el ser, vocabularios errantes que anclaron en idiomas y dialectos recorriendo nuestras células, regocijando nuestro ADN.

Pasión por el ser, el despertar ansioso del hombre nuevo que reflexiona sobre su humanidad.

Palabras cristalinas que preludian el Planeta Tierra en ascensión.

Lo que era, lo que es y lo que será: palabras giratorias vistiendo el recorrido genuino de nuestro encuentro con la eternidad.

Pasión por el ser, por nuestro ser.

Un ser social, comunitario, dialogando con la multitud de imágenes, recorridos y encuentros con esos que son los otros y que somos nosotros.

¿Pasión, fuerza integradora y múltiple para activar nuestro por qué? ¿nuestro para qué? ¿para quién? ¿dónde y cómo? somos lo que somos, fuimos lo que fuimos y quizás seremos lo que seremos.

De jeroglíficos a escrituras, siempre una inscripción cultural que nos oprime y nos libera, nos condiciona y nos traslada hacia la libertad.

Palabra que nos recibe y nos gestiona, nos desea y nos alberga, nos precede y nos sucede.

Pasión por el ser. Ser parlante, ser mágico que opera el milagro de la comunicación, de la realización, de la investigación.

Palabra-arte que nos nombra y nos articula generación tras generación haciendo historia, labrando campos, tallando el mármol, olfateando museos y entretiempos sonoros.

Pasión por el ser, nuestro ser capaz de imaginación, de fantasía y de acción.

"La imaginación es por lo tanto toda la creación de un mundo para sí del sujeto. La imaginación es el despliegue de un espacio y un tiempo. Y cada uno de nosotros tiene espacio y tiempo propios". "Hecho y por hacer-pensar la imaginación". Cornelius Castoriadis-Eudeba

Pasión por el ser. El ser capaz de sublimación, de transferencia de representación, de pensamientos entramados en la corporalidad habitada por el lenguaje.

Los sueños y los ensueños. La radical autonomía de la creatividad que nos sumerge en el mar mitológico de la diversidad.

Y así infinito y totalidad. Mundos posibles habitados por la palabra, por eso que es esencia de la humanidad. Comunicación y vínculo.

Pasión por el ser, nuestra antropología es palabra.

Nuestra palabra teje y desteje eso que pulsa en nuestro corazón, nuestro deseo de ser, nuestro deseo de nombrar, nuestro deseo de amar.

Pasión. Palabra maravillosa que nombra nuestro devenir.

Lic. Rut Cohen



No acostumbro a lamentar las cosas que me pasan o que le pasan a este mundo, porque creo que todos, incluyendo el planeta tierra, tenemos una misión, que va mas allá de nuestra volición, y que ni siquiera sabemos si alguna vez, en otra dimensión, en otra vida o bien después de despedirnos de este mundo, comprenderemos. Creo que tanto las cosas buenas que nos pasan o las malas, hacen a nuestro aprendizaje y que éste trasciende nuestras vidas y nuestro tiempo.

Sin embargo me pone triste que la gente apasionada abandone esta morada, y más todavía cuando la partida se realiza antes del tiempo en que uno creía que iba a suceder.

En general la gente apasionada es amada y también es odiada. En este mundo es una condición casi infaltable que las cosas sean así. Hay tanta disparidad de consecuencias, con sus respectivos beneficiarios y perjudicados que siempre a alguno le toca perder. Y la gente apasionada genera mucho movimiento energético y provoca ganadores y sus opuestos.

Y todo esto me toca sentimentalmente hoy en día por una partida lamentable, tanto por la perdida de un líder y un ejemplo de pasión, como por la ausencia que va a generar en sus seguidores.

Esta persona, manifestó en su vida un apasionamiento tal que fue capaz, en muchas oportunidades, de dar la vida por su causa. Por suerte puedo decir que triunfó, y que su apasionamiento se contagió en todos sus seguidores y su misión se cumplió, ya que al sembrar el ejemplo, muchos seguirán sus pasos y estoy seguro mantendrán encendida la llama de la justicia y la pasión que él supo transmitir.

Me pregunto, que hace la diferencia para que algunos "salgan" tan valientes y apasionados y otros sencillamente tan cobardes, mediocres y desinteresados de todo. No lo sé, pero estoy seguro que si alguien cualquiera alguna vez probara vestir el atuendo del apasionamiento real y profundo, no lo abandonaría ya nunca jamás. Es que vivir apasionadamente es vivir. Cualquier otra forma de pasar el tiempo es solo cumplir con funciones básicas intrascendentes. Vidas que no merecen ser vividas.

Para ser apasionado hay que tener una buena cuota de vehemencia, es decir ser bastante irracional. Se necesita mucha emoción también, mucho sentimiento fuerte y bien dirigido. También se necesita un intelecto apacible y un razonamiento tranquilo, como para que la mente sea calma y deje actuar a la emoción, que va a ser la encargada de empujar el proyecto hacia delante. La vehemencia y la emoción juntas son la energía indoblegable que mantiene la pasión encendida. La razón es el estratega que analiza y marca el camino, aunque lo importante es que no obstaculice la marcha ante dudas que el intelecto siempre está bien dispuesto a generar. Una buena combinación de los anteriores componentes, amalgaman un buen apasionamiento.

Y las personas apasionadas dejan huella en este mundo. Su tránsito por estas tierras no pasa desapercibidas. Su legado siempre queda en la historia.

Por eso muchas veces los apasionados terminan yéndose antes de tiempo. Pero esa es la marca de su estirpe. Al final de cuentas vale más menos años bien vividos que muchos en la ignorancia del espíritu.

Para esas almas apasionadas, que estuvieron, que están y pasarán por este mundo, les reservo mi más profundo respeto y devoción. Y ruego que el espíritu del apasionamiento también alguna vez haga morada en mí.

Con todo respeto y devoción.

Licenciado Alejandro Giosa



Quienes amamos a las mascotas siempre buscamos saber más sobre ellas y de la especial conexión que nos une. Sabemos muy bien todos que los animales son los seres más amorosos y fieles que existe en la tierra.

Hay infinidad de razones que mueven a una persona a adoptar una mascota. En mi caso personal que tengo 7 gatos y 5 perros yo no los adopte, ellos me adoptaron a mí en el momento que nos dimos cuenta que existía mucha pasión entre nosotros. Mis fieles amigos como les digo a mis mascotas son de la calle, nos conocimos en situaciones donde por una razón u otra ellos necesitaban la ayuda de alguien y sobre todo tener una familia que le brindara amor, protección y sobre todo alimento.

Nuestros ancestros vivían inmersos en la naturaleza, pero el hombre moderno ha cambiado su entorno perdiendo en parte este contacto con lo natural. Por ello, tener mascotas nos conecta con nuestros orígenes ancestrales, nos acerca a la naturaleza y al aspecto instintivo de nuestra especie.

Entre otras razones para adoptar una mascota, podemos destacar las siguientes dos: por un lado, la necesidad de tener una compañía. Las mascotas ofrecen una oportunidad para el intercambio afectivo, para cuidar y ocuparse de otro ser, etc. Y, por otro, muchas veces aportan seguridad, y el humano se siente protegido teniendo una mascota en su casa.

En general, la elección de la especie tiene que ver tanto con los gustos específicos del adoptante como con la necesidad que lo mueva a adoptar y con su realidad cotidiana.

Si un individuo desea un perro guardián, elegirá dentro de determinadas razas. Si por cuestiones inconscientes e inexplicables se siente profundamente identificado con cierto tipo de especie, buscará adoptarla.

Desde tiempos muy antiguos, nuestros antepasados dedican su tiempo de ocio a domesticar animales e incorporarlos a la vida cotidiana. Todos los que aman a sus animales tienden a sentirlos como pares, como miembros más de la familia que participan de las experiencias y del crecimiento general. Cuando la mascota está bien integrada, ocupa un lugar sumamente importante porque es una pieza más dentro del sistema vital y familiar, su presencia genera efectos palpables y concretos y, también, efectos invisibles que aumentan la calidad de vida y la cohesión de todos los miembros de la familia.

Primero que nada, es fundamental que el adoptante tenga una visión realista de los cuidados que una mascota implica, de los requerimientos para darle una buena calidad de vida y de sus posibilidades concretas. Cuando la mascota está cómoda y el dueño también, fluye naturalmente el intercambio afectivo y se construye una relación saludable.

Cuando llevamos una mascota a vivir a nuestro hogar estamos generando una amistad que con el tiempo se generara una pasión profunda en la convivencia diaria, y por la cuál nunca nos arrepentiremos, al contrario será la mejor compañía que tengamos en nuestra vida.

Prof. Carla Manrique



Hundirás tu rostro entre mis piernas, y la soberbia sucumbirá ante los gritos de mi pasión sin medida, y la lujuria va a morir mientras la ira y la pereza agonizarán.

Nadie asomará a los balcones y se hará silencio el día, las gaviotas solo escucharán el silencio cuando descanse tu cuerpo entre mis piernas.

A lo largo de la larga noche, centímetro a centímetro, tu cabeza entre mis piernas dibujarán surcos de humedad, y de esperanzas de amor.

Guardaré ésta carta para que comprendas que ésta es la verdadera pasión, que te habla de mis piernas, de un amanecer sin tregua.

Ya no sé cómo decirte, que al estar tu rostro entre mis piernas me siento segura, a sabiendas que esa es tu morada.

Entonces me quedo quieta esperando tu sonrisa de Júpiter ardiente.

Ya lo sabrás, tu rostro entre mis piernas, mi alma entre tus mejillas, tu vida enlazada con mi pasión de por vida.

Hijo mío, ésta carta la he escrito mientras veías la primera luz entre mis piernas y yo sostenía mi pasión por ser madre entre tus mejillas.

Silvia Stella, abogada



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